OPINIÓN

Atentado contra Cristina

Cuando el lenguaje del odio atenta contra la democracia

Aunque puede haber estado ejecutado por un desequilibrado o un loco, el atentado contra Cristina se inscribe en un clima de época marcado por la polarización extrema, la intolerancia social y la violencia discursiva.

Ilustración Ro Ferrer
Ilustración Ro Ferrer

Una década atrás, cuando el terrorismo desplegado por el Estado islámico desde su califato en Siria comenzó a llegar a Europa Occidental, se comprobó que muchos de los atentados cometidos en ciudades europeas no eran ejecutados por grupos dotados de recursos, planificación y jerarquías, sino por personas sueltas, muchas de ellas con antecedentes psiquiátricos, que adherían inorgánicamente al grupo terrorista sin ningún vínculo comprobado. Lo mismo sucede con los frecuentes tiroteos en Estados Unidos, que vive uno o más cada semana, y que casi siempre son perpetrados por individuos aislados desprovistos de motivos claros.

El contexto nunca determina, pero crea el clima que permite explicar y dar sentido a las acciones de las personas.

El atentado contra Cristina se inscribe en un marco social, que es lo que permite interpretarlo más allá del perfil, los antecedentes y la historia de quien intentó cometerlo. Muchas cosas tienen que pasar antes para que una cosa así pase, aunque la relación entre el clima social y el episodio criminal nunca es automática ni lineal. Digámoslo así: el tuit de Ricardo López Murphy –“Son ellos o nosotros” – no tiene relación directa con el ataque, pero sí alimentó una tendencia, que a su vez lo excede. Y habla también de cómo ese mismo contexto atraviesa incluso a un dirigente como López Murphy, que es un neoliberal convencido, pero también alguien que solía expresarse con inteligencia y sin agresividad.

El odio anti-peronista es tan antiguo como el peronismo, pero desde la recuperación de la democracia en 1983 la sociedad argentina había logrado evitar que se tramitara con violencia, como en las cinco décadas anteriores. Lo que lo trae al presente es la polarización social extrema, el aumento de la intolerancia y el recurso al odio como discurso dominante, un fenómeno contemporáneo largamente estudiado y que trasciende a nuestro país. Marielle Franco murió asesinada y no era peronista.

¿Cómo entender este clima?

En “La era de la indignación”, el especialista estadounidense Jonathan Haidt cita datos del estudio elaborado desde hace tres décadas por la consultora Gallup y el Centro de Investigación Pew, que revela un aumento del porcentaje de personas que responden afirmativamente cuando se les pregunta si creen que el partido rival constituye un peligro para el país, el incremento de quienes afirman que les molestaría que su hijo se casara con un demócrata (si son republicanos) o con un republicano (si son demócratas), o el hecho de que cada vez más familias estadounidenses admitan su rechazo a que su hijo se haga un amigo ateo (si es cristiano) o viceversa.

Las causas que explican este sustrato cultural son múltiples. El aumento de la desigualdad en casi todas las sociedades occidentales, el quiebre de las perspectivas de movilidad, la individuación de la vida social, el malestar democrático de las “pasiones tristes”, por usar la frase de François Dubet, las transformaciones en los medios de comunicación y la emergencia de las redes sociales.

Vale la pena detenerse en este punto, que me parece crucial. En el pasado, el panorama de la prensa estaba dominado por medios generalistas que buscaban atraer a grandes audiencias y por lo tanto desplegaban discursos moderados. La irrupción del cable y los portales digitales multiplicó la cantidad de emisores, que hoy apuntan a nichos específicos, lo que genera “comunidades congnitivas” separadas entre sí, grupos que casi no se tocan: si están los que creen que la tierra es plana, que el hombre no llegó a la Luna o que Trump ganó las elecciones, ¿por qué no iban a estar quienes creen que el peronismo es el culpable de todos los males de la Argentina, que hay que extirparlo como un cáncer, etc?

Las redes sociales fortalecen esta tendencia con creciente eficacia. El algoritmo de Tik Tok, por ejemplo, es más agresivo que el de Facebook, porque ya no prioriza seguimientos (órdenes conscientes) sino el tiempo que cada usuario pasa frente a los videos (interés inconsciente). Aunque en un comienzo Tik Tok se nutría de adolescentes haciendo bailecitos, la extrema derecha rápidamente vio la oportunidad, como demuestran dos ejemplos: los seguidores del extremismo hindú de Narendra Modi que difunden memes burlándose de las denuncias contra la persecución a los musulmanes, y los fanáticos de Bolsonaro que se desafían (el “reto” es uno de los mecanismos favoritos de Tik Tok) a subir videos modulando las frases más violentas del presidente como si las estuvieran pronunciando ellos.

El odio circula subterráneamente por la sociedad; es una emoción, tan humana como el amor, el miedo o la envidia. El problema aparece cuando un líder, un partido o un comunicador –es decir, alguien con poder en la discusión pública– moviliza ese odio en contra de un grupo social, una ideología o una persona. Esa es la dimensión neofascista del momento actual, sobre la cual vienen advirtiendo sociólogos como Daniel Feierstein, Ezequiel Ipar y Pablo Stefanoni. No se trata de que el odio anide solo en un polo de la política, en la derecha o en la izquierda. El odio fluye por todos lados, no es monopolio de un partido. Hay palabras de odio en todas las ideologías, incluyendo el peronismo, y de hecho uno de los motivos que explican su propagación es la dificultad de uno de los bandos para entender el rechazo que produce en el otro.

Sin embargo, el peso de estos discursos es mayor de un lado que del otro, a punto tal que la extrema derecha hizo del odio su principal herramienta de construcción política. Por eso, aunque salvo poquísimas excepciones el repudio al ataque contra Cristina fue diáfano, desarmar el problema exige un trabajo multipartidario profundo y de largo plazo. Los sectores democráticos y moderados de la oposición no pueden limitarse a sacarse de encima el tema con un tuit o un comunicado de ocasión.

Uno de los grandes triunfos de nuestra democracia, que en buena medida la distingue positivamente de la de otros países de la región, es el fin de la violencia política. El 83 fue, en este aspecto, un año cero, un nuevo comienzo. La construcción de una Argentina en paz no fue un proceso lineal, ni sencillo, sino el resultado de la reacción social al horror de la dictadura, la temprana osadía alfonsinista y el rol activo de la sociedad civil, que se mantuvo vigilante. Hubo, en todos estos años, alzamientos carapintadas, Tablada, indultos, saqueos, represiones, pero también respuestas colectivas rotundas, como la movilización de rechazo al dos por uno a los represores. Muy pocas democracias latinoamericanas –Uruguay, Costa Rica, Chile– transitan su vida política con la paz de Argentina. Alcanza con levantar los ojos para comprobar que los asesinatos políticos son habituales en casi todos los países de la región, que en un pasado no tan lejano hubo magnicidios en Colombia y México, que en la última campaña presidencial Bolsonaro fue acuchillado y que el equipo de Lula decidió reducir su exposición por temor a un ataque. La latinoamericanización de Argentina es un proceso socioeconómico, pero también cultural y político.

El politólogo Marcelo Leiras viene advirtiendo sobre el resquebrajamiento de lo que llama el “consenso alfonsinista”, ese núcleo de coincidencias básicas que hizo que la violencia dejara de ser considerada una herramienta válida del juego político. Lo que vemos ahora es que, derrotadas las organizaciones insurgentes y cancelada la amenaza militar, la violencia fue reapareciendo bajo otra forma en los medios, las redes y la conversación pública. El jueves pasó del discurso al acto.

José Natanson para Le Monde Diplomatique

 



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